Hoy decido emigrar

Somos jóvenes errantes. Quizá por decisión propia, quizá por imposición colectiva.

A medida que he crecido he construido un universo a mi alrededor que marcaba lo que sería mi futuro. Puede que a medida, o puede que basado en un traje ya confeccionado. El caso es que la vida que conocía tenía su historia, su camino. Su futuro. He crecido, he estudiado, he trabajado temporalmente, me he licenciado y estudiado más allá porque mi futuro académico sería el futuro de mi vida. Quizá no he creído que estudiar una carrera firmaría el contrato a un futuro laboral; pero mentiría si no dijese que creía asegurado algo que hoy no logro vislumbrar. He creído que todo lo que existía a mi alrededor era la realidad. Pero no me he dado cuenta de que esa realidad no era más que un regalo envuelto poco personalizado.

Y entonces, ha llegado el momento en que se ha roto. Poco a poco se ha ido cayendo a trozos una existencia que ya no es factible, que se creó para otras generaciones. Una realidad que ya no existe. Quizá porque vivía en mi burbuja de éxitos académicos no quise escuchar aquellas voces que auguraban el presente. Supongo que la vida era fácil cuando estudiaba. Cuando se termina la universidad, de repente comprendes por qué la gente dice que ha sido la mejor etapa de su vida. Me fui al terminar la carrera persiguiendo un sueño, un camino, una ilusión que palpaba entre mis manos y que me hacía flotar sin rumbo ni objetivo. Creía que estudiar un máster llenaría mi tiempo y me produciría un crecimiento personal y académico que inundaría este año en el que aprendería a vivir por mí misma. Nunca he sentido la necesidad de irme del que consideraba mi sitio, y, a pesar de que adoro viajar, siempre he sentido un amor especial hacia el lugar de mis orígenes. Supongo que en ese momento no sabía todo lo que sé ahora; y ni siquiera imaginaba la realidad que debía comenzar a escribir en un futuro próximo. Tan próximo como se terminase el dinero.

De repente, eres un joven más con carrera universitaria. Una joven que ha pasado los últimos cuatro años de su vida estudiando, y que no posee, a pesar de su edad, ninguna experiencia destacable en el mundo laboral. Puede que hayas hecho millones de cosas, pero ninguna de ellas vale. Resulta que, de repente, no vale nada. No vale tu formación académica, no vale tu experiencia profesional porque no ha sido remunerada, no vale que te hayas pasado años de tu vida formándote, porque nadie te ha contratado. De repente te gastas en un máster más de lo que desearías a pesar de que éste no te llena ni académica ni personalmente. Resulta que te das cuenta de que al final, un título se paga. A pesar de que ninguno de los títulos te abra las puertas a un contrato laboral decente. Y entonces te encuentras con 23 años buscando trabajos malpagados de recepcionista, niñera o azafata. Esa realidad, tu realidad, se desmorona. Duele, para qué negarnos. Ya no hay un futuro laboral, pero tampoco lo habrá académico porque su coste es demasiado elevado. La independencia es un lujo, y comienzas a asumir que vivir bajo mínimos es una realidad. Tu realidad.

¿Qué pasa si no es tu momento para volver?

Puede que creer que no era mi momento de volver no sea más que una estrategia para obviar el dolor que me produce sentirme ajena en mi propia casa. Supongo que cualquiera de las realidades es dura. No siempre es bonito volver. No es bonito volver cuando no hay un plan de futuro, cuando lo que construyes lo haces sobre la precariedad y la incertidumbre constante. Siempre he creído en la frase que decía “no es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita”. Pero la riqueza más importante se encuentra en la construcción de un futuro personal, de un desarrollo productivo. Y precisamente es esa sensación, la de necesitar vagar buscando un mísero sueldo que te mantenga hasta el mes siguiente, la que destruye todo atisbo de esperanza. Me rompe pensar que mi futuro se va a construir sobre una precariedad cada vez más creciente; que mis sueños se quedan bajo los currículum en restaurantes de comida rápida, que mis aspiraciones se van con cada 600 € al final de mes. Creer que no necesito mucho para vivir es un plan; acostumbrarme a una vida precaria a pesar de mi trabajo y esfuerzo, es algo muy diferente.

Las políticas de austeridad hacen creer al pobre que merece su suerte.

La realidad que construimos se basa en la apreciación de nuestras capacidades. Las empresas cada vez exigen más a cambio de menos. Abusan, exprimen, explotan. Las personas consentimos. Nos construimos una realidad que se basa en la suerte que debemos de correr, sin pensar que no merecemos cobrar menos por nuestra edad, sexo o color de piel. En cambio, nos acostumbramos a agachar la cabeza porque la situación no mejora; porque creemos que nuestro destino estaba escrito al son de su billetera.

Y cada día los sueños se rompen más, se van desmontando las ilusiones con las que crecimos y nos desarrollamos como personas. Se van borrando los atisbo de esperanza y le ganan el pulso la subordinación y el conformismo. Vamos cayendo, aún jóvenes y en plena vida, en un estado de tristeza y pesadumbre que nos persigue a pesar del respiro.

Y entonces, nos vamos.

No nos queda otra. O quizá sí, pero no queremos contemplarla. La posibilidad de emigrar es la única que parece tener sentido en este momento. Si alguien me pregunta si la decisión ha sido libre, puede que responda que sí. En realidad, podría decir cualquier estupidez a modo de excusa para evitar asumir que me duele sentirme así. Y es que una parte de mí se siente rota. Se siente ajena dentro de casa. Comprendo la desesperación y el desamparo de un futuro incierto, y la pesadumbre de sentir que cada día pasa más rápido. Que el tiempo no se detiene. Y que quiero irme. Huir, lejos. En realidad, me aferro a la idea de salir porque es la única que me aporta una esperanza que brilla a lo lejos. Es cierto que adoro viajar, y siempre he soñado con vivir en otros países. Puede que sea éste un factor determinante. Pero he viajado mucho antes sin esta sensación que duele dentro. En realidad, es diferente irse de un sitio sabiendo que allí está todo, que está en paz, que la libertad de irte es plena y decidida; a irte sabiendo que es la única opción. Porque no deja alternativa, porque no es que te vayas; es que te echan. Te echan de tu propio hogar, quieras o no. Mientras se llenan sus bolsillos roídos de corrupción. Podría decir que me voy libre, pero sé que lo diría en vano. Me voy porque quiero, porque adoro viajar y porque escapar del murmullo me hace volar. Pero me voy también porque no puedo quedarme, porque la realidad se ha roto y me queda construir una realidad llena de esperanza en donde sea. Porque este no es un país para jóvenes. Este no es un mundo para personas.

 

Puede que encuentre mi lugar,

puede que tan solo lo busque

Que respire, que piense

me encuentre, y me mire

Que en un futuro,

deba explicar

Que huimos, nos fuimos

buscando viajar

Sin palabras concretas

que quiera recordar

y que digan sinceras,

que tuvimos que emigrar.

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