#ViajandoSolas, Marruecos

Marruecos resuena,

Me resuena.

La habitación estaba en penumbra cuando me desperté. Había conseguido dormir, a pesar de todo. A pesar de los nervios, de la emoción, del cosquilleo del estómago. Hacía apenas diez horas que había llegado a aquella habitación. El sol, tímido pero resplandeciente, se colaba a través de unas pequeñas rejillas en la ventana. Adoro los lugares del mundo en que existen persianas: es como si se respetase el descanso de una manera casi sagrada. En realidad, no suelo dormir muchísimo, y aquel día apenas dormiría unas siete horas. Es algo más allá: es la belleza de permitir que el descanso sea eso, descanso, con su ritual de purificación diaria y su paz, esa que nos permite encontrarnos para afrontar de nuevo otro reto, otra tempestad, otro día. Es por eso que adoro los lugares en los que la luz respeta el sueño, y el ruido cesa para dar paso al silencio.

Me fijé en las cortinas, que caían sobre la ventana sin llegar a cubrirla del todo, vacilantes, adornando aquella habitación que tenía poco más de dos metros cuadrados. Tantos olores, ruidos, destellos… Marruecos. Camino al hostal pude embriagarme de su aroma. Mientras millones de personas se concentraban de nuevo, a la caída del sol, en el hormiguero de vida del centro de Marrakech. Jma El Fna siempre, siempre, sin decepción, me sorprendía. Las luces tintineando en la noche, los puestos de comida humeantes, ese característico color del humo sabor fritanga mezclándose con la luz de los farolillos, regalando a los sentidos una atracción de sensaciones que sacude, envuelve y hasta enloquece. Y todo, todo eso, no parecía más que formar parte de un sueño lejano.

Hace apenas dos días pasaba la navidad en casa y ahora, allí, el mundo se me abría paso a toneladas de vida. Emoción, inseguridad, excitación, cautela, pasión. Todo se mezclaba en un cóctel de emociones que no bajaba del estómago. No fueron pocas las veces en que pensé abandonar el viaje. Quizá ni siquiera por mi, pero sí por los miedos que tenían aquellas personas que no se atrevieron a hacer algo parecido.

Miré el móvil. El reloj marcaba los cinco minutos previos a la alarma. Cinco llamadas. Tenemos que coger el bus. Llegamos tarde. No podía ser. Había puesto la alarma una hora y media antes de la salida del autobús. Esa sensación de sueño vívido que me embriagaba se esfumó, de repente, para dar paso al aterrizaje, a la realidad. Había olvidado cambiar la hora a mi llegada. En veinte minutos debía coger el autobús hacia el desierto de Erg Chebbi.

El recorrido inverso lo realicé aquella mañana en cinco minutos, sorteando vendedores, puestos, carritos de comida ambulante y personas que no dejaban de aparecer por todos lados. Cargada con dos maletas llenas, callejeando y con ese calor ya incipiente desde por la mañana. Dios mío, pero si es Enero. Por suerte, conocía de sobra el camino.

No era la primera vez que estaba en Marruecos, tampoco Marrakech era desconocido para mí. Había deambulado antes por sus calles, olisqueado sus aromas y vivido las emociones de sus múltiples vidas. Ahora, lo hacía sola. Y, a pesar de aquel hormigueo que me recorría las tripas, a pesar de aquellas advertencias apocalípticas, allí estaba. Cruzando como un rayo las calles hasta un taxi que me llevaría, en apenas diez minutos, al autobús con destino Merzouga.

La mezcla de rapidez con la implacable impuntualidad Marroquí permitieron que aquel día de Enero de 2016, emprendiera camino hacia el desierto del Sur de Marruecos, desierto del Sáhara Occidental, en la frontera con Argelia, a un pequeño pueblo perdido entre sus dunas. Y, por aquel entonces, el viaje de catorce horas me pareció eterno. Allí conocí a Tanya, a Cristina, y a otras personas que formarían parte del viaje de manera fugaz y repentina.

Y de noche, cerca de las diez, llegaba a Hassilabiad. Un pequeño pueblo del desierto de raíces Bereber y vida con herencia nómada. Un pequeño pueblo que me acogió, mimó y resguardó en la distancia, se convirtió en mi hogar, en mi refugio, y en parte de mi.

Viajé a Hassilabiad porque, apenas a  50 Km de distancia, adentrándome en el desierto, estaba El Begaa, un pueblo de no más de treinta casas en el que ejercería como profesora para un grupo de mujeres. Entre semana, mi vida estaba allí, incomunicada del mundo, ajena a la realidad de mi vida y encerrada en el sitio con menos puertas en el que había estado nunca. En aquella estancia aprendí la importancia de la comunidad, de la vida que creamos y de lo que escogemos para vivir. También eché de menos de una manera abrumadora a los amores de mi vida. Supongo que la comunicación, la capacidad de transmitirnos y las palabras, tan importantes como todo lo demás, nos resulta esencial en la creación de lazos y redes de seguridad. La verdad es que hubo momentos geniales, increíbles, que me hicieron emocionarme y bailar en un escenario que se alejaba tanto de mi vida que parecía sueño. También hubo soledad, a veces.

Hubo anocheceres de cuento, llenos de historias no contadas y magia comprimida en resquicios de luz.

Hubo colinas, horizontes, descubrimientos. Hubo días, días de color, de experiencia. Días de vida.

Hassilabiad, entonces, jugaba un papel reconfortante porque me acogía, allí, donde podía hablar, reír, expresarme y sentirme querida, en casa, con una pequeña familia que me acurrucaba entre sus brazos. Era una más. Donde podía conectarme con los míos y sentirme más rodeada y menos sola.

El día que volví a coger el autobús destino Marrakech, las lágrimas resbalaban por mis mejillas. Había encontrado un lugar en el mundo en el que me apetecía vivir. El desierto, en su más estricta expresión es difícil, agobiante y agotador cuando has crecido en un lugar tan diferente. Pero, a su vez, Hassilabiad me había aportado una red de afecto, un lugar, un cobijo y una vida de sensaciones nuevas cada día, de luces al anochecer, de amaneceres con cielo descubierto, de campamentos en las dunas y tambores africanos erizando el vello de mi cuerpo. De atardeceres mágicos y lunas llenas espectaculares. Experiencias sin palabras, palabras para describir lo que me dejaba sin aliento.

6955250-6955959285

La noche antes de coger de nuevo un avión hacia Madrid, me encontré cenando en la gran plaza. Paseando entre los puestos, cerrando los ojos mientras ese olor, ese sonido, esa música, me envolvía de emociones de vida. Paseaba despacio, sin prisa. Recuerdo que había un gato durmiendo en la puerta del hostal, una fuente en el centro de aquel patio con azulejos y terrazas balconadas.

Una foto, una última página del diario de viaje. Un billete de vuelta y un espejo. Y allí, en frente, mirándome: estaba yo. Alguien completamente diferente a aquella personita que corría entre las calles aquella lejana mañana de Enero. La prisa mata, había aprendido.

Y así, feliz, por todo, por el viaje, por la vida, por esa esencia que atraía conmigo.

Feliz,

Emprendía de nuevo el rumbo.

Deja un comentario